Roberto Gargarella. Nueva Sociedad 313 / Septiembre – Octubre 2024
En el marco de la actual crisis democrática, reflexionar sobre la forma de combinar, también en el plano del derecho, libertad e igualdad adquiere una nueva urgencia. Pero discutir sobre un «derecho de izquierda» lleva a repensar, como lo hace el autor en su libro más reciente, la propia izquierda; a una revisión del pasado para poder construir una perspectiva de futuro.
Cuatro modelos posibles, y el «casillero vacío» del «derecho de izquierda»
Desde sus orígenes, el constitucionalismo moderno ha mostrado muy serios problemas para comprometerse, simultáneamente, con los dos principales ideales. En efecto, el derecho no se ha sabido comprometer, simultáneamente, con los ideales del autogobierno colectivo y la autonomía personal. Adviértase lo siguiente: la historia de Occidente nos ha permitido conocer varias alternativas o «modelos jurídicos» que, de un modo u otro, deshonraron el doble compromiso aquí defendido (afectando a veces a ambos ideales simultáneamente, a veces solo a alguno de ellos en pos de la defensa del otro).
Así, hemos conocido (a) sistemas jurídicos fuertemente conservadores, marcados por el elitismo político y el perfeccionismo moral, que han bloqueado por completo el autogobierno colectivo, a la vez que han buscado imponer una forma de pensar oficial (típicamente, una religión de Estado). Hemos tenido la experiencia, también, de (b) sistemas jurídicos liberales, que supieron defender (gloriosamente, a veces) las libertades personales (típicamente, la libertad de pensamiento; la tolerancia religiosa), pero al costo de abrazar una organización del poder fuertemente contramayoritaria o –para decirlo de otro modo– débilmente democrática. Y hemos sabido, además, de (c) sistemas constitucionales mayoritarios o republicanos que, en su irrestricta defensa del ideal del autogobierno, han adoptado un mayoritarismo (que alguna vez llamé populismo moral) capaz de arrasar con ciertas básicas libertades personales (i.e., desde la obligación de «dar la vida por la patria» hasta el establecimiento de un estrecho vínculo entre Iglesia y Estado, dado el carácter mayoritario de una cierta religión). Ocurre, sin embargo, que este breve «cuadro de posiciones», que he presentado y defendido con más detalle en otros escritos, deja en evidencia la existencia de un «casillero vacío»1.
Me refiero a una «cuarta casilla» o posición, que es la que vendría a expresar a la izquierda o el igualitarismo radical. Esta es la posición que reivindica, de manera conjunta y simultánea, el autogobierno colectivo y el conjunto básico de nuestras libertades personales. En otros términos, el análisis llevado adelante hasta aquí nos ayuda a reconocer una curiosa ausencia histórica, nos permite «verificar» la «presencia de una ausencia». Me refiero a un sistema constitucional que no acepta pagar el costo de un sistema contramayoritario para asegurar la defensa de ciertas básicas libertades personales; ni acepta el sacrificio de tales libertades básicas, a los efectos de mantener firme su compromiso con el mayoritarismo político. El derecho, todavía, nos debe su mejor versión: la del derecho de izquierda.
Las derivas autoritaria, liberal y mayoritaria del «derecho de izquierda»
En línea con lo antes señalado, en lo que sigue voy a explorar la evolución contemporánea del constitucionalismo de izquierda. Me interesará sugerir que, de forma demasiado frecuente, (lo que podríamos llamar) la izquierda del derecho se ha mostrado seducida por proyectos que prometían cumplir algunas de sus deseadas metas, dejando de lado, en cambio, de manera notable, otros de sus compromisos esenciales. En este sentido, y conforme a lo anunciado, exploraré ciertas derivas político-jurídicas en las que ha incurrido el «derecho de izquierda», y que amenazan con alejar al constitucionalismo jurídico de los principios sobre los cuales estuvo fundado. No se trata, por tanto, de denunciar esas derivas, como si el constitucionalismo igualitario no pudiera cambiar en parte sus modos de entender el derecho, o no estuviera autorizado a optar por otros medios para alcanzar sus fines deseados. De lo que se trata es de llamar la atención acerca de algunos caminos tomados, que amenazan con convertir el constitucionalismo de izquierda en una concepción que contradice o tensiona de modo grave los fundamentos de filosofía jurídica sobre los que se encuentra apoyado. Finalmente, este trabajo contribuye al objetivo más amplio de desentrañar y delinear el concepto de «derecho de izquierda», refinarlo y precisarlo.
En lo que sigue, voy a explorar las tres principales derivas en que ha incurrido el «derecho de izquierda»: una es la deriva autoritaria, que lo acerca al constitucionalismo conservador; una deriva contramayoritaria, que lo acerca al constitucionalismo liberal; y, finalmente, una deriva mayoritarista, que lo acerca al constitucionalismo mayoritario.
La primera deriva se vincula con el posicionamiento que ha tenido/debería tener un pensamiento constitucional de izquierda en relación con la organización del poder. El «derecho de izquierda» nació vinculando el autogobierno con la «voluntad general», la soberanía del pueblo y, más específicamente, con la dispersión democrática del poder. En Europa, esa cosmovisión se tradujo en el desafío político del absolutismo, el poder del rey o cualquier expresión propia de un gobierno monárquico, finalmente no democrático. En América Latina, esa postura implicó, desde los tiempos de la independencia, la defensa de cambios constitucionales drásticos, destinados a democratizar el poder, resistiendo toda pretensión de concentrarlo en manos de un presidente fuerte. En tiempos en que, de manera especial, Simón Bolívar se involucraba en los procesos regionales de redacción constitucional, buscando centralizar el poder (regional, militar, etc.) –normalmente, para concentrarlo sobre sí mismo–, ello les exigió a los radicales un enorme esfuerzo político2. Se trataba de mostrar que la independencia podía y debía consolidarse, sin la necesidad de resignar el poder democrático en manos de salvador alguno.
Por ello, desde entonces y durante décadas, el radicalismo constitucional exploró múltiples alternativas antipresidencialistas: drásticas reducciones del mandato presidencial (de solo dos años, en la Constitución de Rionegro, Colombia); prohibición de la reelección; facultades adicionales para el órgano legislativo; e incluso iniciativas muy extremas, como la del derecho ciudadano a portar armas (como modo de resistir al poder coercitivo centralizado en algún caudillo) o la defensa del tiranicidio. Todos estos criterios y sugerencias institucionales, consistentes con el discurso del autogobierno, y la vocación democrática distintiva del igualitarismo, comenzaron sin embargo a crujir, con el paso del tiempo, para entrar en crisis a comienzos del siglo xx. Entonces, comenzó a resultar cada vez más habitual, entre aquellos que –de un modo u otro– defendían el «derecho de izquierda», la adhesión a proyectos que prometían asegurar algunas de sus principales aspiraciones (típicamente, la justicia social), aun a cambio de poner fin al proyecto del autogobierno entendido como democracia política. Son muchos los jalones o «hitos» que podrían mencionarse en la historia de esta «deriva», pero hay algunos que deben señalarse como cruciales en ella.
El primer hito que resaltaría en esta «deriva autoritaria» de la izquierda –un hito que merece destacarse por el impacto que tuvo dentro de la historia contemporánea del constitucionalismo– es el que se relaciona con la Constitución «revolucionaria» de México (1917) y el nacimiento del constitucionalismo social. Cuando prestamos atención a ese proceso revolucionario y a sus implicaciones constitucionales, no podemos dejar de señalar, en primer lugar, la admiración que genera esa Constitución prohijada por la Revolución de 1910: nació allí un constitucionalismo nuevo, comprometido profundamente con la cuestión social, que cambió la historia jurídica de nuestro tiempo. Sin embargo, cuando hacemos una primera pausa y observamos con mayor detenimiento lo allí ocurrido, comenzamos a ver la complejidad y tensiones generadas a través de ese proceso. En efecto, lo que se inauguró entonces no fue, simplemente, un periodo de constitucionalismo social, sino uno más complejo, y también menos atractivo, que combinaba densas, robustas, extraordinarias declaraciones de derechos de todo tipo (sociales, económicos, culturales) con formas más bien tradicionales, autoritarias, concentradas, de organización del poder.
En este sentido, y como he escrito muchas veces, lo que emergía entonces era un constitucionalismo de «dos caras» o «dos almas»: una cara, social y democrática, que buscaba renovar el constitucionalismo a través de una «declaración de derechos» que miraba al futuro; y otra, conservadora y autoritaria, que preservaba intocada (si no agravaba) una organización del poder del viejo estilo, como las construidas en América Latina durante el siglo xix y a resultas del pacto liberal-conservador. Se trata de lo que denominé el problema de la «sala de máquinas» del constitucionalismo: renovar (en apariencia radicalmente) la Constitución a través de la declaración de derechos, mientras se preserva intacto el viejo modelo de organización del poder, sin ingresar en la «sala de máquinas» de la Constitución3.
Hay un episodio que grafica y simboliza esta historia de manera notable. Me refiero al discurso pronunciado por Venustiano Carranza en Querétaro, en vísperas de la redacción de lo que sería aquella Constitución extraordinaria. En ese momento, Carranza, jefe del Ejército Constitucionalista a cargo del Poder Ejecutivo, ofreció el discurso inaugural de la Asamblea Constituyente, el 1 de diciembre de 1916. Allí, hizo manifiesto todo lo que esperaba de la nueva Convención, pero también, y junto con ello, dejó muy en claro los límites que no iba a permitir que la Convención atravesara. De modo más preciso: consciente de los ímpetus reformistas que movían a una parte significativa de los convencionales, Carranza subrayó que no estaba dispuesto a aceptar la introducción de cambios constitucionales capaces de desafiar una larga y asentada tradición política basada en el poder concentrado. Para hacerlo, Carranza apeló al viejo discurso del conservadurismo en América:
Los pueblos (…) han necesitado y necesitan todavía de gobiernos fuertes, capaces de contener dentro del orden a poblaciones indisciplinadas, dispuestas a cada instante y con el más fútil pretexto a desmanes (…) La libertad tiene por condición el orden, y que sin este aquella es imposible (…) El Poder Legislativo, que por naturaleza propia de sus funciones, tiende siempre a intervenir en las de los otros, estaba dotado en la Constitución de 1857 de facultades que le permitían estorbar o hacer embarazosa y difícil la marcha del Poder Ejecutivo, o bien sujetarlo a la voluntad caprichosa de una mayoría fácil de formar en las épocas de agitación, en que regularmente predominan las malas pasiones y los intereses bastardos.
De este modo, Carranza recorrió todos los tópicos del pensamiento conservador y autoritario, tan típico en la región: la anarquía, la falta de orden, la indisciplina social, los caprichos mayoritarios, los excesos, la irracionalidad y pasiones propias de la ciudadanía, la importancia de los gobiernos fuertes, el valor del reforzamiento de la autoridad. En otros términos, Carranza les dio a entender a los convencionales que ellos podían introducir en la declaración de derechos de la nueva Constitución los cambios que quisieran; pero, al mismo tiempo, que no iba a autorizar ningún cuestionamiento a su propia autoridad, al poder del Ejecutivo. La amenaza de la anarquía –invocada históricamente por el conservadurismo regional– se encontraba más viva que nunca, por lo cual no estaba dispuesto a ceder ninguno de sus poderes militares e instrumentos coercitivos de control.
En suma, lo que nació entonces no fue –como suele decirse– el «constitucional social», sino un tipo más específico, complejo y contradictorio de constitucionalismo, que podríamos denominar «constitucionalismo social-conservador». Lamentablemente, y desde entonces, parte de la izquierda jurídica comenzó a tomar como propia esa expresión del constitucionalismo, que en verdad venía a negar parte central de su propia historia. Desde ese momento, hubo dos ejemplos históricos, en particular, que alentaron y aceleraron esa deriva autoritaria del constitucionalismo de izquierda. El primero se relaciona con la Revolución Rusa de 1917, que nació invocando la democratización máxima del poder («todo el poder a los sóviets») y terminó prontamente degradándose en formas extremas del autoritarismo que mostraban desinterés y/o directo desprecio por el derecho. Un primer y serio signo de ese viraje fue la supresión de la Asamblea Constituyente convocada luego de la revolución.
Entonces, fueron los propios bolcheviques –incluyendo a Lenin– los que comenzaron a manifestarse contra la Asamblea, luego de que el Partido Bolchevique perdiera las elecciones que definieron su composición y obtuviera solo 25% de los votos. Temiendo la operación de una Asamblea moderada (controlada por Aleksandr Kérenski), y apenas luego de que la mayoría de sus miembros rechazara aprobar una declaración de derechos socialista, los bolcheviques decidieron suprimir directamente la Asamblea (el 6 de enero de 1918): había llegado a deliberar solo 12 horas. Este sería el primer paso de una dramática deriva autoritaria de la Revolución.
Otro caso, más reciente, fue el de la Revolución Cubana que –también– se inició buscando transformar la «democracia aristocrática» en una democracia «rousseauniana»4, pero terminó en seguida, otra vez, convirtiéndose en un régimen opresivo, dentro del cual el constitucionalismo pasó a ser, abiertamente, una mera fachada sin contenido real. La dirigencia revolucionaria asumió, pronta e irreflexivamente, que la «teoría constitucional socialista» requería terminar con una «pretendida separación de poderes», para ir hacia un sistema de «unidad de poder»5. Solo de ese modo –se alegaba– era posible establecer la dictadura del proletariado. La nueva Constitución cubana, aprobada en febrero de 1959, modificó en tal sentido la organización del poder, y fusionó para ello los poderes Legislativo y Ejecutivo (el Legislativo pasaba a un Consejo de Ministros designado directamente por el presidente). La práctica, de todos modos, agravó aún más la situación descripta, ya que el poder efectivo quedó depositado enteramente en Fidel Castro, y este pasó a ser, desde un comienzo, «Comandante en Jefe, Primer Ministro, Primer Secretario (de las Organizaciones Revolucionarias) y máximo líder popular»6. El país aparecía estructurado a partir de una organización centralizada del poder y ordenado bajo la dirección de un partido único. Varios años después, en 1976, se adoptó una nueva Constitución, que radicalizó el modelo autoritario ya impuesto y buscó acercarse de manera explícita a la Constitución soviética de 1936. El nuevo texto –que afirmaba desde su primer artículo que Cuba era «un Estado socialista de trabajadores»– ponía el acento en el papel central del Partido Comunista, la economía planificada y la gratuidad de la educación y la salud. Este sería el primer paso de una dramática deriva autoritaria de la Revolución.
La concentración de poder, la centralización política y el autoritarismo burocratizado comenzaron a ser las principales marcas de identidad del «socialismo real». El socialismo invocado, la democracia proclamada, la autogestión y la cooperación defendidas en los documentos constitucionales terminaron expresándose en una práctica de brutalidad, espionaje, abusos y privilegios al servicio de minorías poderosas, encaramadas en los organismos de gobierno. Finalmente, nos encontramos allí con aberraciones políticas y jurídicas que la vieja izquierda política tardó en admitir, o no quiso ver, pero que hoy nos refieren a verdades establecidas –horrores– que el «derecho de izquierda» puede mirar de frente y repudiar, sin hesitaciones: no tenemos responsabilidad con ese pasado, ni compromiso alguno con él, que nos exija decir que no vemos lo que vemos –las persecuciones a los disidentes, por ejemplo– o que no escuchamos lo que escuchamos –los gritos de los presos y torturados por el poder–. Ningún ideal merece ser perseguido si, como precio, requiere el sacrificio de la libertad personal y la democracia política.
A la luz de tales antecedentes, y conocidas sus consecuencias, resulta curioso comprobar cómo, en las últimas décadas, volvieron a generar atractivo, tanto dentro de la doctrina vinculada a la izquierda política7 como en aquella relacionada con la derecha política8, ciertos discursos de base schmittiana acerca de cómo pensar la organización del poder. La idea de una política construida a partir de la distinción «amigo-enemigo», o la apelación a la noción del «soberano que decide sobre el estado de excepción» operaron una vez más como cantos de sirena para atraer la atención hacia el teórico alemán Carl Schmitt y justificar nuevas formas del «decisionismo» político. Tal vez no haya lección más importante para la izquierda política de nuestro tiempo que la de aprender de la historia y atarse las manos frente a la seducción que todavía le generan esas aterradoras músicas9.
La deriva liberal o contramayoritaria: ¿derechos para ser litigados en los tribunales?
Vimos en el apartado anterior el modo en que ciertos sectores de la izquierda jurídica se involucraron en la lucha por los derechos sociales y, sobre todo, en la traslación constitucional de esos derechos.
La segunda deriva del «derecho de izquierda» que vamos a explorar se relaciona, seguramente, con muchas cuestiones, pero de manera especial con dos líneas de acontecimientos históricos, de extrema gravedad, que marcaron la historia de Occidente desde mediados del siglo xx. Me refiero particularmente, y por un lado, al genocidio ocurrido en Europa en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y por otro, a las masivas violaciones de derechos humanos ocurridas en América Latina en la segunda mitad del siglo xx. Ambas aberraciones empujaron a doctrinarios y activistas de izquierda a acercarse primero al derecho (a un derecho que se habían acostumbrado a mirar con desconfianza o sospecha) y a abrazar después (con el fanatismo de los conversos) el discurso liberal de los derechos, y más específicamente el discurso liberal sobre los derechos humanos. A partir de allí, y según diré, parte de la doctrina jurídica de izquierda apareció como indistinguible del viejo liberalismo, lo cual implicó también asumir, innecesariamente, la concepción político-jurídica propia de aquella doctrina, con sus fundamentos, supuestos e implicaciones: desconfianza democrática, deferencia a los jueces, instituciones contramayoritarias.
Permítanme, a continuación, dar breve cuenta de la historia referida. Así como después de la Primera Guerra Mundial la Sociedad de las Naciones había impulsado ciertos acuerdos internacionales básicos –los primeros Convenios de Ginebra, que establecían, por ejemplo, derechos de los prisioneros de guerra–, al terminar la Segunda Guerra Mundial la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó, en 1948, la «Declaración Universal de los Derechos Humanos». Desde entonces (y en buena medida hasta hoy, para bien o para mal), la doctrina constitucional –incluida, según sostendré, la doctrina más cercana a la izquierda política– evidenció también un fuerte giro, y su trabajo pareció dirigirse plena y obsesivamente a pensar sobre los derechos: como si todo el resto de las cuestiones jurídicas perdiera importancia. Se comenzó a reflexionar, entonces, sobre el origen de los derechos10, la interpretación de los derechos11, los conflictos generados por la revisión judicial de los derechos12, la relación entre derechos y políticas13, la distinción entre derechos y democracia14, los derechos de resistencia, objeción de conciencia y desobediencia al derecho15, la ponderación de los derechos16, el enforcement judicial de (todos) los derechos17, etc. Por supuesto, los esfuerzos que se hicieron en el área, destinados principalmente a dotar de vida a los derechos sociales constitucionalmente declarados, fueron excepcionales18.
El problema es que, dentro de los grupos jurídicos más de avanzada, toda iniciativa de cambio quedaba subsumida bajo el paraguas del «discurso de los derechos», con los riesgos obvios del empobrecimiento de la política democrática, o aun la desmovilización política19. Las luchas sociales de otro tiempo –la «toma (política) de la Bastilla» del siglo xviii– fueron dejadas a un lado. De pronto, en nuestra época, «la toma de la Bastilla» pasó a vincularse con la «conquista» y aplicación (enforcement) de nuevos derechos.
La lucha por consagrar nuevos derechos reconoce, en el siglo xx, dos ejemplos particularmente influyentes, y notables por sus disputadas conquistas: el movimiento por los derechos civiles y el movimiento feminista. El primero de ellos fue un movimiento que ganó particular visibilidad en Estados Unidos bajo el liderazgo de Martin Luther King. Su objetivo fue la conquista de derechos civiles y políticos (el derecho al voto, el acceso a la educación superior), y la abolición de prácticas centenarias de discriminación y segregación racial. La labor del movimiento se hizo notar, de manera especial, entre 1954 y 1968, a través de masivas movilizaciones populares y acciones de resistencia no violenta. El grupo comenzó a obtener reconocimiento legal, primordialmente, durante los años de la llamada Corte Warren. Esta Corte Suprema pasaría a ser, de algún modo, la abanderada de esas luchas raciales –la vanguardia jurídica de esas luchas–. En ese marco, dio respaldo a algunas de las principales demandas del movimiento, comenzando por el célebre fallo Brown v. Board of Education, de 1954, que puso fin a la doctrina (discriminatoria) de «separados pero iguales» (que, por ejemplo, reconocía el derecho de blancos y negros a la educación pública, pero bloqueaba la posibilidad de que concurriesen a las mismas escuelas). De manera similar, y tal vez más relevante, el movimiento obtuvo en esos años significativos respaldos políticos, en nombre de leyes como la Ley de los Derechos Civiles (Civil Rights Act) de 1964, que prohibió toda discriminación basada en la raza, o la Ley de Derechos de Voto (Voting Rights Act) de 1965, destinada a proteger el derecho de voto de las minorías raciales20.
De manera similar, el movimiento feminista, que llevaba décadas de intenso activismo, ganó especial fuerza en la década de 1960: en ese tiempo, en eeuu, llegó a convertirse en el más importante y numeroso movimiento social en la historia del país21. Las demandas de las activistas se extendieron a áreas y temas diversos, que incluyeron los derechos reproductivos, la no discriminación y la igualdad ante la ley, el fin de la violencia contra las mujeres, el derecho al divorcio, mejoras en los derechos laborales, cambios en las leyes de patria potestad, etc. De manera lenta, incompleta y con reversiones significativas (backlash) y algunas (recientes) derrotas (como en el fallo Dobbs, de 2022, sobre el aborto), el movimiento obtuvo victorias importantes en materia de igualdad de derechos, educación, no discriminación, contracepción y salud reproductiva, entre tantas otras disputas importantes que emprendió22. Tales victorias incluyen algunas conquistas recientes –pienso en el derecho al aborto en países tan disímiles como Irlanda o Argentina– mediante movilizaciones democráticas extraordinarias, que ratificaron el notable papel que pueden jugar la discusión colectiva y el activismo social (la democracia, finalmente) en la lucha acerca de los contenidos y alcances de los derechos personales23. Ello, aun cuando nos encontremos muy lejos de una situación como la que la «izquierda del derecho» demanda en términos de igualdad, esto es, una en la que la sociedad no convierte «diferencias moralmente irrelevantes» en «desventajas sistémicas»24.
En las últimas décadas, el debate político en torno de los derechos (sus límites e implicaciones) y los conflictos destinados a alcanzar nuevos derechos (o a asegurar la aplicación efectiva de los derechos existentes) no dejó de expandirse. Las violaciones masivas de derechos humanos ocurridas en América Latina en la década de 1970 terminaron por traducirse también en un movimiento global que bregó por la internacionalización del derecho, el definitivo resguardo de ciertos básicos derechos humanos y la responsabilización y castigo de los responsables de las violaciones de derechos ocurridas en esos años 70. Muchos países de la región, en tal sentido, modificaron sus ordenamientos legales para otorgar estatus constitucional o supralegal a los tratados de derechos humanos25.
Animado por el impacto de esta nueva oleada, el movimiento jurídico en favor de los nuevos derechos no dejó de profundizarse y de expandirse, desde entonces, hacia nuevas áreas, que incluyeron, de manera especial, a los indígenas y el medio ambiente. En particular, hacia finales del siglo xx, llegó la hora de una nueva oleada de derechos: los derechos indígenas. Estos fueron reconocidos inicialmente en Guatemala (1985) y Nicaragua (luego de un conflicto que enfrentara al gobierno sandinista con el grupo indígena de los Miskitos, en 1987). La Constitución de Brasil de 1988 también había mostrado apertura hacia la cuestión indígena, incluyendo, sobre todo, una serie de protecciones especiales para los aborígenes, en el capítulo viii del texto. Estos casos pioneros fueron seguidos por la aparición, en 1989, del conocido Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit), que incluyó disposiciones destinadas a garantizar el respeto a la cultura, forma de vida e instituciones indígenas, y otras orientadas a asegurar el derecho de consulta efectivo a los pueblos indígenas cuando se tomen decisiones que los afecten.
A seguidas de la aprobación del Convenio 169, apareció una nueva oleada de constituciones que dieron ingreso a la cuestión indígena. La mayoría de estas constituciones incluyen completas listas de derechos indígenas y adoptan una postura favorable al pluralismo jurídico. Pueden mencionarse aquí las de Colombia, 1991; Paraguay, 1992; Argentina y Bolivia, 1994; Ecuador, 1996 (y 1998); Venezuela, 1999 y México, 2001. Encontramos entre tales documentos constituciones que adoptan fórmulas que definen el Estado como multicultural o pluricultural (Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador) y garantizan ya sea el derecho a la diversidad cultural (Colombia, Perú), ya sea la igualdad de culturas (Colombia, Venezuela), y quiebran así el diseño monocultural heredado del siglo xix26. El otro gran documento que cambió la historia de los derechos indígenas fue la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada por las Naciones Unidas en 2007. La Declaración se concentró, en particular, en cuestiones tales como la identidad cultural, la educación, el empleo y el idioma de tales pueblos, a la vez que garantiza su derecho a la diferencia y a su desarrollo económico, social y cultural. Este nuevo y fundamental documento resultaría seguido por las constituciones más avanzadas en la materia, que fueron las primeras del siglo xxi: Ecuador, 2008, y Bolivia, 2009.
De manera notable y controversial, las constituciones como las de Ecuador y Bolivia se mostraron originales, también, en la incorporación de novísimos derechos, como los derechos de la naturaleza. De este modo, retomaban y extendían las protecciones ambientales que buena parte de las constituciones de la región habían reconocido ya en años anteriores. Así, por ejemplo, las constituciones de Argentina, art. 41; Bolivia, art. 33; Brasil, art. 22; Chile, art. 19 inc. 8; Colombia, art. 79; Costa Rica, art. 50; Ecuador, art. 14; El Salvador, art. 117; Guatemala, art. 97; Honduras, art. 143; México, art. 4; Nicaragua, art. 60; Panamá, art. 118; Paraguay, art. 7; Perú, art. 2; República Dominicana, art. 66; Uruguay, art. 47; Venezuela, art. 117.
¿Qué es lo que significa la resumida historia anterior, dentro del examen que estamos llevando aquí a cabo? Significa que una parte importante de la izquierda jurídica –una izquierda que, durante demasiado tiempo, había desconfiado del derecho; una izquierda que tendía a considerar los reclamos en pos de nuevos derechos como reclamos irrelevantes o absurdos– pasó a torcer su postura anterior a veces hasta el extremo opuesto. Ello, en particular, a partir de la conmoción causada por las violaciones de derechos masivas y gravísimas, ocurridas al tiempo de la Segunda Guerra; o, más tarde, a partir de los crímenes horrendos provocados por las dictaduras de la segunda mitad de ese siglo.
El impacto que tuvieron estos hechos sobre el pensamiento jurídico de izquierda fue tal que, de modo más común que excepcional, sus representantes tendieron a hacer colapsar la izquierda jurídica en el viejo liberalismo constitucional. Ello, con todas las esperables e inatractivas implicaciones propias de ese movimiento. Así, el activismo jurídico de izquierda pasó a vincularse al litigio jurídico, antes que a la movilización social (en ciertos círculos, sí, pero en círculos amplios); el foco de la atención de ese activismo pasó a concentrarse (consecuentemente) menos en la política que en los tribunales; cuestiones que antes eran concebidas, fundamentalmente, en términos de procesos políticos colectivos pasaron a reconvertirse en litigios individuales (llevados a cabo, esencialmente, por un individuo, y a ser resueltos por un técnico especializado); la reflexión teórica de izquierda, en general, fue redirigida, desde una reflexión sobre los modos del cambio social, hacia otros temas relacionados con abstracciones jurídicas: las teorías de la interpretación constitucional, el litigio estratégico, los modos del enforcement judicial, etc. En los peores casos, que no fueron pocos, la transformación del «derecho de izquierda» (o de cierta porción de él) en una vertiente del liberalismo constitucional vino de la mano de algunos de los supuestos e implicaciones más objetables propios de esta última tradición constitucional. Pienso, de manera especial, en la desconfianza hacia la democracia –que muchos liberales, torpe o malintencionadamente, identificaron como base social del nazismo– y, más generalmente, en la desconfianza que algunos doctrinarios de la izquierda mostraron hacia los procesos propios de la reflexión colectiva27.
Una consecuencia crucial, y también impactante, de este tipo de cambios es el hecho de que el radicalismo constitucional, que se había caracterizado durante mucho tiempo por su preocupación por la «cuestión social» y las «condiciones materiales» de la libertad, que exigía la redistribución de la propiedad, como José Gervasio Artigas en el siglo xix; o que se animaba a llamar a la Constitución «la ley de la tierra», pasó a dejar en un lugar relegado o de olvido esos reclamos, como si la prioridad fuera no la de redistribuir la riqueza, sino la de buscar, en un litigio, el reconocimiento judicial de un derecho individual de carácter social.
La deriva mayoritarista: ¿autonomía individual o pura regla de la mayoría?
La última deriva de la que quiero ocuparme se vincula al modo en que cierta izquierda jurídica ha ido recuperando el principio mayoritario. Aquí (y, en buena medida, de manera opuesta a lo que examinábamos en el caso anterior), nos encontraremos con una porción de la izquierda que, en su obstinada o dogmática adhesión a la regla de la mayoría, comienza a desplazar u olvidar el otro costado de sus compromisos fundamentales, vinculado con la protección de las libertades personales. En este caso, las libertades personales pasan a perder fuerza jurídica, como si volvieran a ser (como alguna vez fueron consideradas) meras formalidades abstractas, irrelevantes en la práctica constitucional.
Para precisar esta dimensión, permítaseme dar un paso atrás. En buena medida, todos los procesos revolucionarios que hemos examinado asentaron su reclamo de autogobierno en demandas por mayor libertad personal y en contra de regímenes que, de un modo u otro, buscaban imponer una concepción del bien (i.e., una religión, que se consideraba oficial), perseguían a los disidentes, ejercían la censura sobre la prensa y las voces críticas, etc. La fuerza de las revoluciones sociales nacía, muy comúnmente, de tales motivaciones: la rebeldía contra el poder opresor, la búsqueda de libertad personal. Dicho esto, sin embargo, también es cierto que –como vimos, como veremos– en muchas ocasiones, y en tren de afirmar la regla mayoritaria (o una versión posible de la «participación popular»), el pensamiento que asociamos con la izquierda terminó comprometido también con la imposición de «modelos morales» particulares. En algunos casos, esa visión manifestó dificultades para relacionarse con, o respetar debidamente, a las minorías étnicas, raciales o políticas.
La teoría de Jean-Jacques Rousseau tendió a identificar a quienes no participan de la «voluntad general» como personas equivocadas. De manera similar, el antifederalismo estadounidense llegó a propiciar un tratamiento privilegiado para las religiones mayoritarias en el nivel estatal, por ser mayoritarias; y parte del radicalismo latinoamericano suscribió, abiertamente, una visión del constitucionalismo en el que los deberes del ciudadano hacia los demás, o hacia su patria, desplazaban con fuerza los más básicos reclamos vinculados a la propia vida, libertad o propiedad. En este sentido, podríamos decir que, en ciertas ideas comunes dentro de la tradición del pensamiento jurídico de izquierda (ideas compartidas con, o afines a, las del mayoritarismo político) latía, de modo muy fuerte, un componente peligrosamente antiliberal, desinteresado del primordial valor de las libertades personales.
Más contemporáneamente, han renacido o recobrado fuerza aquellos impulsos antiliberales que anidaban dentro de la izquierda jurídica más tradicional. Las razones que explican la revitalización de estos impulsos mayoritaristas son, otra vez, muy diversas. Pueden figurar, entre ellas, la extendida conciencia de que nuestros sistemas democráticos funcionan muy mal; de que el poder ha quedado concentrado en burocracias y elites; y de que hay una enorme demanda social –silenciosa unas veces, ruidosa otras– en reclamo de mayores oportunidades para la participación política (supuestos propios de un movimiento antiestablishment, muy en boga en estos años). Del mismo modo, el hecho de que parte de nuestras elites muestren una renovada sensibilidad mayoritaria puede vincularse a un uso manipulativo del discurso mayoritario: simplemente, una manera de socavar el poder de los órganos nacionales de decisión, o una forma de otorgar legitimidad democrática a expresiones que difícilmente merezcan ser caracterizadas como democráticas. Asimismo, puede ocurrir que se apele al argumento mayoritarista de una manera meramente estratégica, destinada a galvanizar a cierto sector de la sociedad, en contra de otro sector al que se identifica como «enemigo». Quiero decir: son muchas las razones que nos permiten explicar el renacimiento del pensamiento mayoritarista. Más difícil, en cambio, es explicar por qué –si no es por inercia, dogmatismo o falta de reflexión– ciertos sectores de la izquierda jurídica terminan adheridos a ese tipo de visiones.
En todo caso, el hecho es que en ocasiones –no pocas, con el aval de cierta porción de la izquierda jurídica– el derecho moderno ha avalado violaciones graves de derechos personales, en nombre de la democracia y la regla mayoritaria. Recuérdese, por caso, la iniciativa popular llevada adelante en el estado de Colorado, en 1992, para enmendar la Constitución con el objeto de impedir que se diera protección especial a los homosexuales, y que fuera aprobada mayoritariamente. La enmienda, invalidada por la Corte Suprema estadounidense en el caso Romer v. Evans, 517 u.s. 620 (1996), resultó una trágica manera de intentar restringir gravemente los derechos de una minoría perseguida mediante un mecanismo puramente mayoritario. Parte de la izquierda, sin embargo, quedó encerrada en un dilema, por su dificultad teórica para objetar el mayoritarismo que reduce la democracia a un sistema de mera agregación o superposición de votos. De manera similar –y similarmente trágica–, el más reciente fallo de la Corte Suprema en materia de aborto –Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (2022)– nos ofrece un ejemplo paralelo, y diferente a la vez, del anterior. Aquí, una Corte ultraconservadora sostuvo que cuestiones como las del aborto, que involucran algunas de las más íntimas decisiones personales, debían ser de ahora en más objeto de decisión por parte de las legislaturas locales –es decir, puro fruto de la voluntad mayoritaria–. En todo caso, y para concluir, agregaría simplemente que estos son solo algunos ejemplos importantes –presentes y pasados– del modo en que el argumento (puramente) mayoritario dentro del constitucionalismo ha venido a ponerse al servicio de la restricción de los derechos personales.
El igualitarismo constitucional que aquí se propone, claramente, desafía y resiste esta visión, porque asume que la defensa del principio democrático es, puede y debe ser enteramente compatible con la preservación de las libertades personales más básicas.
Nota: este artículo es un extracto, con pequeñas modificaciones, del libro Manifiesto por un derecho de izquierda, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2023.